lunes, 17 de enero de 2011

Jack el destripador

De entre las sombras de un callejón oscuro surgió una figura, vagamente delineada por la luz de una farola con el filamento en las últimas. Unos andrajos de lo que parecía un traje decimonónico (una levita de un color pardo sucio raída hasta el punto de haber perdido las vueltas de las mangas, y una chistera totalmente deformada y destrozada, sin cinta y con el ala alzándose en la parte frontal, como si se tratase de un gorro de pescador) cubrían su cuerpo escueto, dejando ver a través de sus numerosos agujeros y desgarrones la piel cubierta de mugre que había debajo.
Una cabeza antinaturalmente grande sobresalía de las deshilachadas solapas del abrigo, una cabeza transformada en una máscara grotesca por años de vida en las calles y abandono total. Su piel, de un amarillo cerúleo y reluciente por la grasa, estaba estirada sobre el cráneo, dando a sus facciones el aspecto de haber sido talladas con una gubia, y un pelo asimismo lacio, grasiento y enmarañado, acompañaba a una barba descuidada que mostraba unas manchas preocupantes entre los fragmentos de materia irreconocibles y de tonos pardos y blanquecinos que la poblaban, sin duda una clara muestra de la enfermedad de tiña.
Pero sus ojos eran diferentes, unos ojos brillantes, con el iris del color del hielo de la parte mas profunda de los glaciares, allí donde la luz atraviesa capas de nieve apelmazada por siglos para teñirse de azul, y fríos como el lugar al que pertenecían. Lo único que mostraban era odio, odio hacia un mundo que lo había despreciado y tomado por loco, que lo había marginado, apartándolo de todo aquello que quería. Aquellos dos punzones acerados estaban ahora fijos en su siguiente victima, una mujer anodina que caminaba por SU callejón. Una intrusa, en un mundo donde él era rey y las alimañas de la noche, las ratas de ojos rojos y brillantes, y los murciélagos que pendían de las escaleras de emergencia de los bloques de apartamentos en ruinas eran sus súbditos.
El ruido de sus pasos resonaba en el callejón, con los agudos y lejanos chillidos de las ratas que peleaban por la basura como único coro. El anacrónico vagabundo sacó de entre los pliegues de sus harapos un viejo cuchillo, de factura artesanal, por lo que revelaban las ondas del filo y que sólo se conseguían usando la técnica del damasquinado, consistente en doblar y apelmazar sobre si mismas repetidamente varias láminas de acero de diferente densidad y composición. Sólo unos pocos artesanos metalúrgicos hacían cosas así en aquellos años. Era demasiado trabajo para fabricarlos a gran escala, y consumían demasiados recursos comparados con la fabricación de hojas de acero al carbono de una sola pieza, que eran lo mejor que se podía encontrar regularmente en el mercado. El arma tenia el engaste cubierto de óxido, y tanto los gavilanes como el pomo aparecían tan mugrientos como la mano que los sujetaba, pero el filo relucía, silencioso, en la noche, como prometiendo de antemano que iba a cumplir con su función gustosamente.
Nadie lo notaría, no hasta que el estuviese muy lejos de ahí, pensaba, al tiempo que se acercaba sigilosamente a la mujer, preparado para apuñalarla sin que le diese ni siquiera tiempo para gritar. Al tiempo que su presa se cerraba en torno al hombro de la mujer, con aquellas garras de hueso y piel encallecida que tenía por manos, se preparaba para tirar y acceder fácilmente al cuello. En el mismo momento en el que tiraba, el miedo le sobresaltó, al ver ante sí un rostro masculino, con una prominente nariz ganchuda mirarle sobresaltado y con la visión nublada de la manera en la que sólo lo hace la heroína mirándole sin comprender desde detrás de unas gafas viejas, de montura de pasta. Dejó caer el puñal, para alejarse tambaleándose de vuelta a la oscuridad. Nada tenía sentido ya, había fallado. Sin siquiera trazar el rumbo mentalmente, se dirigió hacia el puente más cercano, y saltó. Las corrientes del Támesis lo golpearon sin piedad durante varias horas, zarandeándolo de un lado a otro como si se tratase de una muñeca de trapo, para aparecer la mañana siguiente en un pequeño embarcadero, un mísero montículo de arena, con los pulmones llenos de agua y las costillas y las vértebras pulverizadas. Scotland Yard dictaminó en el acto que había sido un suicidio.
Pero en el callejón, una figura con una silueta que recordaba vagamente a la de una mujer debido a la enorme melena recogía el cuchillo. Londres dormía placidamente, envuelto en las nubes tóxicas de su característico clima como si de un beber en una cuna se tratara. No por mucho tiempo.



Escrita por mi primo,Ander Barón♥

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