jueves, 10 de marzo de 2011

Goodfella

Debo de tener un don. Por lo visto, soy bueno ayudando a la gente a salir de sus pequeñas miserias emocionales. Es una sensación rara, una mezcla de satisfacción y orgullo, un calorcillo que se te extiende por todo el cuerpo, sospechosamente parecido al de estar enamorado. Puede que esto último se deba a la persona a la que acabo de animar, una de mis mejores amigas, no lo sé. Pero me gusta sentirme así, útil, provechoso, capaz de aportar mi contribución a mi entorno. Capaz de mirarme en el espejo y decirme a mi mismo “eres un buen tipo”. En la vida todo se reduce a eso, ese epitafio es lo más codiciado que uno le puede arrancar a la existencia. El dinero se va, la fama cae en el olvido, y la belleza es efímera en sí misma. Al final del camino, la huella que dejas atrás es lo que cuenta, lo único que te perturba la conciencia. Asi que estoy feliz, por una vez. Feliz de ser, pese a mis muchos defectos, lo mejor a lo que se puede aspirar: Una buena persona.


Ander Barón

martes, 22 de febrero de 2011

Yo y mis defectos

Generalmente me suelo sorprender ante la estupidez humana, ya que, generalmente, suele venir de otros. Hoy no ha sido así. Estando yo en clase hoy, he caído en ese mal que nos afecta a todos sin distinción: los prejuicios. Cierta chica a la que tengo el honor de llamar mi mejor amiga (aunque esto reconcoma a mi prima) ha explicado la costumbre que tiene cada 19 de marzo para honrar el recuerdo de su padre. Yo, como siempre en la inopia en lo referente a lo que de verdad importa en esta vida, no tenía la mas remota idea de, no ya el homenaje en si, sino de la propia defunción. Yo, en mi imaginación, habitualmente oscura, tenía en la parcela que ocupa esta personita –de las pocas que tienen luz y calor, como si de una pequeña estrella solitaria en mitad de la negrura del vacío se tratase- una situación cotidiana, un divorcio. Como tantos otros que se ven habitualmente.
A pesar de ser un hombre de pocas palabras (no por falta de ellas, sino porque la oratoria, acto que conlleva desinhibición y arrojo, no es lo mío en ninguno de los cuatro idiomas que sé), es decididamente difícil descolocarme de tal modo que me quede en blanco. Y eso es precisamente lo que hoy ha pasado, cuando al enterarme de ello me he parado en seco, ensimismado, al haberse derrumbado el castillo de naipes que había construido en este terreno –cenagoso y traicionero como es siempre, por otro lado-. Y como cada vez que me pongo a pensar a toda velocidad, concentrando toda mi voluntad en azuzar a las neuronas para amoldarme a la nueva situación, he dejado atrás el control de mis rasgos faciales, adoptando no la respetable pose de esfuerzo intelectual de el pensador de Rodin, con el esfuerzo impreso en el ademán, sino la de distensión que habitualmente se relaciona con la indiferencia. Me avergüenzo de mi mismo, de mi estupidez, de mi cara de pan que sólo mejora ligeramente ahora que tengo barba para cubrirla en parte, de la misma imperfección humana que no nos permite (o al menos a mí) hacer varias cosas simultáneamente. Porque se que molesta que la gente se muestre indiferente al sufrimiento emocional, y porque pese a que sé que ella habla con el corazón cuando me ha perdonado al explicarle qué es lo que realmente ha pasado, yo no me lo voy a perdonar tan fácilmente.
Supongo que esto es mi modo particular de penitencia. Tan bueno como cualquier otro, el de esforzarme en buscar una justificación por medio de las letras. Aún más, ya que son de las pocas cosas que se me dan tan bien. Por suerte, una de mis cualidades es que una vez superado el miedo instintivo que le tengo al contacto social, soy un buen tipo, leal, duro, de los que sabes que te echarán un cable siempre. Gracias a ello me libro de que las sucesivas meteduras de pata que jalonan mi vida me hayan dejado sin amistades.
Recuerdo que Rosseau, en su “Emilio”, defiende la bondad y la predisposición al bien de todo individuo sin haber tomado contacto con la sociedad, un alma pura, digamos, a falta de una manera mejor de explicarlo. Ajustando esto a mi situación, de alma pura me queda mas bien poco, pero hoy he podido comprobar que, efectivamente, la predisposición hacia el bien no solo es posible, sino que yo mismo la tengo. Sólo espero que la siguiente vez no haga falta haberme sentido moralmente mal toda una tarde para hacer lo correcto. Para pedir perdón y ser perdonado.



Errare humanum est, sed absolvere deorum.

Ander Barón

lunes, 14 de febrero de 2011

Canciones y canciones

Somos efímeros. Todos, sin excepción. Nacemos, damos tumbos de un lado para otro sin encontrar (casi) nada que nos llame a estar contentos, y después morimos en medio de una sala de hospital, con el olor rancio del cerrado y el miedo dándole una consistencia sólida al aire. Algunos, los más, no se dan cuenta de esto hasta que es demasiado tarde, y otros, los menos, lo comprendemos demasiado pronto. Supongo que por eso nos miran raro por la calle, porque sabemos que la vida no tiene sentido, que no tiene una función superior, un fin para el que actuar como medio. Simplemente, vivimos. Porque no queda otra opción honorable mas que seguir adelante, haciéndole frente a todo lo que venga.
En esos momentos de angustia, de pesimismo, de manía autodestructiva transitoria que nos afligen a lo largo de la vida, la música es un método de escape tan bueno como cualquier otro. Incluso mejor, en mi caso. Cada vez que la rabia y la tristeza me embargan, no tengo mas que subir el volumen y dejar que la marea de hercios que sale de los altavoces arrastre a su paso todo cuanto tengo en mente. Como en el caso de una ola, la arena que deja atrás es llana, suave, limpia y pulcra. Se puede volver a empezar a partir de eso.
Pero la música es más de lo que nadie cree. Nadie (salvo los locos con exceso de tiempo libre como yo) imagina que hay canciones con una afinidad especial que las ligan con cada cual. E incluso estas pueden llegar a cambiar con el tiempo, como si de la filosofía de cada cual se tratase, se ajustan a las nuevas maneras de ver el mundo que nos vamos encontrando. Se puede asociar una canción a cada persona, también. Es fácil, del mismo modo que por aproximación guardamos el registro de la voz de los demás para reconocerlos, una canción puede ser una etiqueta.
En esta etiqueta, esta cancioncita, esta resumido todo lo que pensamos acerca de los demás, la opinión acerca de su comportamiento y forma de ser, lo que nos gusta y lo que no. Depende de la persona, pueden ser necesarias varias canciones, discografías enteras si ha habido proximidad espaciotemporal. Y, como no, en un alarde de vanagloria tan característico de la humanidad, es normal autoasignarse aquellas que nosotros veamos mas acordes con el reflejo narcisista que el lago nos devuelve. Luego vienen los problemas, cuando el setlist propio y el ajeno son diametralmente opuestos, y cuando esta confrontación se ve agravada cuando hay sentimientos de por medio. A mí me ha pasado, y no dudo que me volverá a pasar. Tampoco dudo que el golpe vaya a ser menos doloroso en cualquiera de las ocasiones, y que seguiré actuando como un imbécil al continuar dándome cabezazos contra la pared a ver si a la siguiente cae.
Y en este momento de ánimo destrozado por la rutina, no hay nada mejor que resetear con algo de música.
Ander Barón

viernes, 4 de febrero de 2011

Veleta

Quiero pero no puedo. Cuatro son las palabras que resumen mi desgracia.
Me levanto cada mañana, con ganas de cambiar, de hacer las cosas de otra manera, de ser más libre, con ganas de volar. Pienso que lo voy a conseguir, que nada me va a detener. Pero, no sé qué pasa, qué hago, que llega la noche y todo sigue siendo igual que la noche anterior. Y me invade la tristeza, el desasosiego y la desesperanza. Porque pasa el tiempo y todo sigue igual. Porque me da miedo a levantarme un día y darme cuenta de que mi vida no ha servido para nada. Que nada de lo que tengo es lo que realmente quiero.
Pero ¿cuál es mi problema? ¿Qué estoy haciendo mal? Quiero decir, no sé si realmente las cosas están tan mal como yo pienso o soy yo, que no me conformo con nada y siempre quiero cambiar y hacer cosas distintas. ¿Quizás soy una veleta atrapada en una vida monótona?

martes, 1 de febrero de 2011

Ojos de gato

Hoy, al volver de clase de alemán y ya de noche, me he cruzado con un pequeño ser que se esta convirtiendo en parte de mi vida cotidiana. Se trata de uno de los muchos gatos callejeros que se han establecido en la zona por la abundancia de espacio que suministra un descampado vallado en el que se iba a construir un edificio nuevo, pero que al final se quedo en nada.
Se trata de un gato de pelo corto y duro, de los de toda la vida, el gato común europeo, felix felix si mal no recuerdo. Pero este es especial. Es completamente negro, con unos ojos color ámbar sumamente extraños, inteligentes incluso, que se vuelven aguamarina por la noche, creo que leí en alguna parte que se debe a la adecuación a la escasez de luz. De cualquier manera, el bicho se esta convirtiendo en un vecino mas, pues le veo dos o tres veces a la semana (incluidas madrugadas de domingo en las que el frío me quita poco a poco cualquier cantidad de alcohol que me haya metido en el cuerpo). Ambos estamos siempre en movimiento al cruzarnos, e incluso he llegado a saludarle de vez en cuando, a lo que él suele responder a su manera, a la gatuna, con ese desapego y chulería que hace tan característica a su especie. Nos miramos, mantenemos el contacto visual, y después seguimos nuestro camino, cada uno a buscarse la vida como mejor puede. Con suerte me maúlla, como reconociéndome. Me cae bien, que le voy a hacer, es un tipo duro, como yo.
Generalmente el pequeñajo suele recular al acercarme yo, pero el de hoy no ha sido el caso. Hoy, cosa inaudita, nos hemos visto las caras de frente, sin ningún tipo de obstáculo, ninguna verja, nada, dos tipos vestidos de negro caminando por la misma acera en direcciones opuestas, que se reconocen mutuamente al pasar. Y como tantas otras veces, nos hemos mirado. Pero esta vez ha sido un instante único en mi vida hasta este momento, porque sus ojos, esos ojos a medio camino entre el azul claro, cian, del cielo de mayo y de la hierba sacrosanta de Izaro, han mostrado emoción. Raciocinio, si lo preferís. Una mirada de reconocimiento, inteligencia y comprensión, al ver a otro solitario mas pasando frío de camino a su cubíl. Y para que el momento se me quedase grabado a fuego en la retina, al acercarse hacia mí con esos ojos que parecen escanear tu alma, la luz de una farola se ha reflejado en ellos, creando dos fogonazos blancos, como de faro de coche, dos meteoros gemelos que se han fundido en turquesa. Algún día le bajaré una lata de atún. Después de todo es otro de mi calaña. Otro suave más, por partida doble encima. Con suerte podré volver a ver esos ojos de gato, esos ojos de brujo, tal y como los he visto hoy. Bonita ilusión, ¿verdad? De sueños también se vive. Hasta yo tengo los míos. Sólo quiero verlos atrapados, reflejados a la vez en sus ojos y en los míos, como esos juegos de óptica en los que una imagen se desdobla hasta el infinito al colocarla entre dos espejos. Por un instante efímero, hace del mundo un lugar feliz. Salubre, plausible, salvajemente hermoso. Con unos ojos de gato enmarcándolo, conteniéndolo todo.


Ander Barón.

martes, 25 de enero de 2011

A la deriva

Vivo inmersa en un mar de dudas. Llevo meses a la deriva preguntándome si debo cambiar de rumbo y en el caso de tener que hacerlo, ¿hacia dónde debo virar este barco que no es otro que yo misma?
Resulta ciertamente difícil tomar una decisión cuando no se atisba tierra firme por ningún sitio. Nunca sabes si la decisión que vas a tomar es la que ha de llevarte al camino adecuado o va a traerte nuevas indecisiones o incluso arrepentimientos. Es aquí cuando me doy cuenta de que todo depende de mí, que soy la dueña de mi destino y quiero dejarme llevar, no pensar, dejar que el corazón diga y tome las decisiones... pero no puedo, soy muy racional y no tengo valor más que para seguir a la deriva.


lunes, 17 de enero de 2011

Jack el destripador

De entre las sombras de un callejón oscuro surgió una figura, vagamente delineada por la luz de una farola con el filamento en las últimas. Unos andrajos de lo que parecía un traje decimonónico (una levita de un color pardo sucio raída hasta el punto de haber perdido las vueltas de las mangas, y una chistera totalmente deformada y destrozada, sin cinta y con el ala alzándose en la parte frontal, como si se tratase de un gorro de pescador) cubrían su cuerpo escueto, dejando ver a través de sus numerosos agujeros y desgarrones la piel cubierta de mugre que había debajo.
Una cabeza antinaturalmente grande sobresalía de las deshilachadas solapas del abrigo, una cabeza transformada en una máscara grotesca por años de vida en las calles y abandono total. Su piel, de un amarillo cerúleo y reluciente por la grasa, estaba estirada sobre el cráneo, dando a sus facciones el aspecto de haber sido talladas con una gubia, y un pelo asimismo lacio, grasiento y enmarañado, acompañaba a una barba descuidada que mostraba unas manchas preocupantes entre los fragmentos de materia irreconocibles y de tonos pardos y blanquecinos que la poblaban, sin duda una clara muestra de la enfermedad de tiña.
Pero sus ojos eran diferentes, unos ojos brillantes, con el iris del color del hielo de la parte mas profunda de los glaciares, allí donde la luz atraviesa capas de nieve apelmazada por siglos para teñirse de azul, y fríos como el lugar al que pertenecían. Lo único que mostraban era odio, odio hacia un mundo que lo había despreciado y tomado por loco, que lo había marginado, apartándolo de todo aquello que quería. Aquellos dos punzones acerados estaban ahora fijos en su siguiente victima, una mujer anodina que caminaba por SU callejón. Una intrusa, en un mundo donde él era rey y las alimañas de la noche, las ratas de ojos rojos y brillantes, y los murciélagos que pendían de las escaleras de emergencia de los bloques de apartamentos en ruinas eran sus súbditos.
El ruido de sus pasos resonaba en el callejón, con los agudos y lejanos chillidos de las ratas que peleaban por la basura como único coro. El anacrónico vagabundo sacó de entre los pliegues de sus harapos un viejo cuchillo, de factura artesanal, por lo que revelaban las ondas del filo y que sólo se conseguían usando la técnica del damasquinado, consistente en doblar y apelmazar sobre si mismas repetidamente varias láminas de acero de diferente densidad y composición. Sólo unos pocos artesanos metalúrgicos hacían cosas así en aquellos años. Era demasiado trabajo para fabricarlos a gran escala, y consumían demasiados recursos comparados con la fabricación de hojas de acero al carbono de una sola pieza, que eran lo mejor que se podía encontrar regularmente en el mercado. El arma tenia el engaste cubierto de óxido, y tanto los gavilanes como el pomo aparecían tan mugrientos como la mano que los sujetaba, pero el filo relucía, silencioso, en la noche, como prometiendo de antemano que iba a cumplir con su función gustosamente.
Nadie lo notaría, no hasta que el estuviese muy lejos de ahí, pensaba, al tiempo que se acercaba sigilosamente a la mujer, preparado para apuñalarla sin que le diese ni siquiera tiempo para gritar. Al tiempo que su presa se cerraba en torno al hombro de la mujer, con aquellas garras de hueso y piel encallecida que tenía por manos, se preparaba para tirar y acceder fácilmente al cuello. En el mismo momento en el que tiraba, el miedo le sobresaltó, al ver ante sí un rostro masculino, con una prominente nariz ganchuda mirarle sobresaltado y con la visión nublada de la manera en la que sólo lo hace la heroína mirándole sin comprender desde detrás de unas gafas viejas, de montura de pasta. Dejó caer el puñal, para alejarse tambaleándose de vuelta a la oscuridad. Nada tenía sentido ya, había fallado. Sin siquiera trazar el rumbo mentalmente, se dirigió hacia el puente más cercano, y saltó. Las corrientes del Támesis lo golpearon sin piedad durante varias horas, zarandeándolo de un lado a otro como si se tratase de una muñeca de trapo, para aparecer la mañana siguiente en un pequeño embarcadero, un mísero montículo de arena, con los pulmones llenos de agua y las costillas y las vértebras pulverizadas. Scotland Yard dictaminó en el acto que había sido un suicidio.
Pero en el callejón, una figura con una silueta que recordaba vagamente a la de una mujer debido a la enorme melena recogía el cuchillo. Londres dormía placidamente, envuelto en las nubes tóxicas de su característico clima como si de un beber en una cuna se tratara. No por mucho tiempo.



Escrita por mi primo,Ander Barón♥