martes, 22 de febrero de 2011

Yo y mis defectos

Generalmente me suelo sorprender ante la estupidez humana, ya que, generalmente, suele venir de otros. Hoy no ha sido así. Estando yo en clase hoy, he caído en ese mal que nos afecta a todos sin distinción: los prejuicios. Cierta chica a la que tengo el honor de llamar mi mejor amiga (aunque esto reconcoma a mi prima) ha explicado la costumbre que tiene cada 19 de marzo para honrar el recuerdo de su padre. Yo, como siempre en la inopia en lo referente a lo que de verdad importa en esta vida, no tenía la mas remota idea de, no ya el homenaje en si, sino de la propia defunción. Yo, en mi imaginación, habitualmente oscura, tenía en la parcela que ocupa esta personita –de las pocas que tienen luz y calor, como si de una pequeña estrella solitaria en mitad de la negrura del vacío se tratase- una situación cotidiana, un divorcio. Como tantos otros que se ven habitualmente.
A pesar de ser un hombre de pocas palabras (no por falta de ellas, sino porque la oratoria, acto que conlleva desinhibición y arrojo, no es lo mío en ninguno de los cuatro idiomas que sé), es decididamente difícil descolocarme de tal modo que me quede en blanco. Y eso es precisamente lo que hoy ha pasado, cuando al enterarme de ello me he parado en seco, ensimismado, al haberse derrumbado el castillo de naipes que había construido en este terreno –cenagoso y traicionero como es siempre, por otro lado-. Y como cada vez que me pongo a pensar a toda velocidad, concentrando toda mi voluntad en azuzar a las neuronas para amoldarme a la nueva situación, he dejado atrás el control de mis rasgos faciales, adoptando no la respetable pose de esfuerzo intelectual de el pensador de Rodin, con el esfuerzo impreso en el ademán, sino la de distensión que habitualmente se relaciona con la indiferencia. Me avergüenzo de mi mismo, de mi estupidez, de mi cara de pan que sólo mejora ligeramente ahora que tengo barba para cubrirla en parte, de la misma imperfección humana que no nos permite (o al menos a mí) hacer varias cosas simultáneamente. Porque se que molesta que la gente se muestre indiferente al sufrimiento emocional, y porque pese a que sé que ella habla con el corazón cuando me ha perdonado al explicarle qué es lo que realmente ha pasado, yo no me lo voy a perdonar tan fácilmente.
Supongo que esto es mi modo particular de penitencia. Tan bueno como cualquier otro, el de esforzarme en buscar una justificación por medio de las letras. Aún más, ya que son de las pocas cosas que se me dan tan bien. Por suerte, una de mis cualidades es que una vez superado el miedo instintivo que le tengo al contacto social, soy un buen tipo, leal, duro, de los que sabes que te echarán un cable siempre. Gracias a ello me libro de que las sucesivas meteduras de pata que jalonan mi vida me hayan dejado sin amistades.
Recuerdo que Rosseau, en su “Emilio”, defiende la bondad y la predisposición al bien de todo individuo sin haber tomado contacto con la sociedad, un alma pura, digamos, a falta de una manera mejor de explicarlo. Ajustando esto a mi situación, de alma pura me queda mas bien poco, pero hoy he podido comprobar que, efectivamente, la predisposición hacia el bien no solo es posible, sino que yo mismo la tengo. Sólo espero que la siguiente vez no haga falta haberme sentido moralmente mal toda una tarde para hacer lo correcto. Para pedir perdón y ser perdonado.



Errare humanum est, sed absolvere deorum.

Ander Barón

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